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Mahler, terapia sin diván con Freud

14/8/2017 |

 

La vida es para los agoreros un episodio pasajero entre dos muertes. Mahler la entendió o sintió así durante toda una existencia marcada por pérdidas a su alrededor. Seis de sus hermanos fallecieron, y ya casado con Alma Schindler fue su hija de cuatro años la que perdió la vida, como si haber compuesto las 'Canciones de los niños muertos' hubiese atraído la mala suerte a su hogar, como pensaba su mujer. Otras desgracias como una cardiopatía y la infidelidad de Alma lo situaron al borde de un precipicio emocional que lo convenció de consultar a Freud. Una curiosa sesión de terapia-paseo propició que Mahler retomara la creación y una gira enloquecida de conciertos por EEUU. Alcanzó a regresar a casa, pero ya herido de muerte por una endocarditis bacteriana a la que no se sobrevivía en la época anterior a los antibióticos.

Alcanzó a regresar a casa, pero ya herido de muerte por una endocarditis bacteriana a la que no se sobrevivía en la época anterior a los antibióticos.

Estreno de la 'Octava Sinfonía', el 12 de septiembre de 1910

Durante buena parte de su vida, Gustav Mahler fue un director de orquesta de gran prestigio que sólo componía en vacaciones. Su mujer, Alma -hija del pintor Emil Jakob Schindler-, nunca vio con buenos ojos que dedicara su escaso tiempo libre entre 1901 y 1904 a poner música al siniestro poemario de Friedrich Rückert conocido como Canciones de los niños muertos.

 

Era comprensible el horror de Alma Mahler, pero no lo era menos la obsesión de su marido por un tema que siempre le había tocado de cerca. Siendo pequeño asistió a la muerte de seis de sus 12 hermanos y al suicidio de otro. En el verano de 1907, teniendo él 48 años y Alma 27, quien fallece es una de las dos hijas de ambos, María (Putzi), antes de cumplir los cinco.

No hay que derrochar imaginación para hacerse cargo del estado mental del músico, que antes de esta nueva desgracia ya había dado prueba de fuertes fluctuaciones anímicas hoy englobadas en el trastorno bipolar. Pero la muerte dePutzi sería sólo el primero de una serie de episodios que precipitarían su final.

A los dos días se le diagnosticó una cardiopatía grave, a lo que siguió un aborto de Alma. El antisemitismo rampante lo forzó a dimitir como director de la Ópera de Viena, que había regido férrea y brillantemente durante una década. Y, para rematar al gran hombre, una carta le desvela la intimidad carnal entre su mujer y el joven arquitecto Walter Gropius, quien la ha remitido por error al «señor Mahler» en vez de a «la señora Mahler» en lo que resulta difícil no ver un lapsus freudiano.

En este punto entra en escena precisamente la eminencia médica del momento, Sigmund Freud. Mahler tendría que haber sido de piedra para no estar abatido por el peso de tantas calamidades, pero Bruno Walter, su discípulo, lo vio tan desesperado que se armó de valor y le sugirió visitar al psiquiatra, quien compartía con Mahler el origen judío y podía ayudarle a sacar a la superficie los nudos emocionales que lo atenazaban desde siempre. Dos veces le pidió cita por telegrama y dos veces la canceló, hasta que un tercer cable -éste urgente- le llegó al Doktor estando de vacaciones en el Mar del Norte.

En atención a paciente tan célebre, Freud hizo un paréntesis en sus días de descanso y citó al músico en un hotel de la ciudad holandesa de Leiden (que en alemán significa sufrimiento, según algún biógrafo quizá demasiado perspicaz). No hubo aquí diván, sino una curiosa sesión peripatética de cuatro horas de la que sólo sabemos obviamente lo que contaron después los protagonistas.

En esa tarde del 26 de agosto de 1910, Freud rascó en la infancia de Mahler hasta hallar algunas claves que explicaran tanto sus conflictos interiores como su inspiración musical. A sus ojos, el binomio padre autoritario y brutal + madre abnegada y sufriente habían dado como resultado un hombre-niño en búsqueda ansiosa de una esposa igual a ésta última. De lo que Mahler le contó de Alma, Freud dedujo: «Ella ama a su padre hasta el extremo de que sólo fue capaz de elegir y amar a un hombre como usted».

En el origen del desarreglo psíquico del compositor había una experiencia relativamente banal que no lo era en absoluto para una personalidad hipersensible, en carne viva, como la del pequeño Gustav. Un día se escapó de casa para no oír los gritos de sus padres discutiendo, y en la calle lo sorprendió el alegre sonido de un organillero que tocaba una canción popular austriaca.

Como quien se lamenta de que el mundo siga girando tras la muerte de un ser querido, Mahler niño no entiende cómo puede sonar una tonadilla así mientras, en casa, su vida estalla en pedazos. Durante la sesión, el músico puede identificar en este episodio la razón de que muchas de sus sinfonías contengan repentinos pasajes intrascendentes en una atmósfera general de solemnidad.

La conversación y el paseo por Leiden resultaron de lo más fructíferos para Mahler -como mínimo le servirían de desahogo-, tanto que se vio con fuerzas para retomar su trabajo como director y firmar una gira de conciertos frenética por Estados Unidos. Durante el verano de ese año completó el Adagio de la Décima Sinfonía y esbozó los cuatro movimientos restantes, que ya no pudo terminar.

Con el mejor de los ánimos se enfrentó, el 12 de septiembre en Múnich, al estreno -su mayor éxito en vida- de la Octava Sinfonía, que había escrito durante el verano en que murió Putzi y que dedicó a Alma como para detener la sangría de amor que los devastaba. En noviembre, el matrimonio embarcó rumbo a Nueva York, donde dirigió a la Filarmónica una y otra vez hasta que su corazón, sencillamente, reventó.

P. UNAMUNO
El Mundo

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