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CRÍTICA

El Liceu aplaude a Bizet pero abuchea el montaje a lo reality show

16/5/2019 |

 

Programa: 'Les pêcheurs de perles' de Bizet

Lloc i dia:Gran Teatre del Liceu

La directora de escena Lotte de Beer se justifica: “la ópera no ha de ser algo alejado de la juventud”

Ni trampa ni cartón. El montaje que la holandesa Lotte de Beer ha hecho de Les pêuchers de perles le va como anillo al dedo a este intranscendente libreto sobre celos y condena social en una exótica Ceilán de época indeterminada. Fue escrito para la primera ópera de Bizet, acaso pensando que la música no sería gran cosa. Pero la calidad de la partitura dejó de piedra a los libretistas.

Lo curioso –y preocupante– es que, siglo y medio después, la dramaturgia de Les pêucheurs, con sus personajes que aparecen en una isla como traídos en helicóptero para participar en Supervivientes, es tan insustancial como un reality show de nuestros días. La directora de escena detectó el potencial y se lanzó, contra viento, marea –y contra la propia música de Bizet– para hacer un montaje vistoso y televisivo. Ahí ha dejado el espejo para que nos miremos. “¡Isabel, bienvenida a la Isla!”.

Lo bueno, por otra parte, es que la Pantoja de este reality se llama Léïla. Y canta ópera. Su pacto social es convertirse en diosa de la religión brahmánica a cambio de preservar su pureza y no entregarse a ningún amante. Una distopía que en este programa reality titulado Los pescadores de perlas. ¡El reto! ha de despertar el morbo vengador y asesino de los televidentes cuando descubren que vive un amor con un pescador.

Todo ello se sucede con el intento constante de la música de brillar por encima del embrollo escénico. De manera que el resultado gustó a medias al público del Liceu, que tras aplaudir calurosamente el debut español en ópera escenificada de la soprano rusa Ekaterina Bakanova (Léïla), profirió algunos abucheos al equipo holandés de la dirección de escena. En total, cinco minutos pelados de aplausos y con la gente abandonando la sala antes de que bajara el telón.

Recordemos el argumento de esta ópera:Léïla levanta pasiones en Nadir y Zurga, es decir, el pescador de perlas del mar de Ceilán y su amigo de infancia, que a pesar de los años transcurridos compiten aún por el amor de ella. Pero sus votos de sacerdotisa la ponen bajo la supervisión pública. De modo que cuando en este montaje al estilo reality show se reencuentra con su amado Nadir, les pilla la cámara y son castigados por la cruel audiencia, que pide ¡muerte! El Gran Teatre se ha permitido incluso un fake/cameo de sus propios trabajadores –el community manager, la adjunta a la dirección artística, la responsable de audiovisuales...– que entre el segundo acto y el tercero aparecen en un vídeo dando su opinión ante cámara sobre si hay que matarlos o perdonarlos.

Ingenio no falta en esta apuesta por acercar la ópera a la gente joven. Otra cosa es la convivencia del show con la música, acaso un montaje demasiado carente de poesía. Los dos momentos más emotivos de la ópera pasaron totalmente desapercibidos. Uno era el aria del tenor “Je crois entendre encore”, cantando directamente a la cámara en su papel de concursante que se confiesa a solas. El otro, su dúo con el barítono “Au fond du Temple Saint” que es el leitmotiv de la partitura. En pocas palabras: la belleza exótica de la música ni comulga ni contrasta con el feísmo del siglo XXI.

Eso sí, la magnífica línea vocal que escribió Bizet la resolvió Ekaterina Ba­kanova con suficiente garra y desenvoltura. Desde luego, proyecta mejor y se la escucha más sobre la ­orquesta que a John Osborn en el papel de Nadir, quien sacrifica ­volumen en pos de un hermoso color vocal y en favor de una interpretación delicada. El bajo barítono argentino Fernando Radó destaca como el mejor actor/cantante de la función en su papel de un Jorge Javier Vázquez, es decir, de presentador del reality show. Y el barítono Michael Adams se parece más a un Ken despechado que a un fogoso amante, como corresponde a su papel de Zurga.

El maestro canadiense Yves Abel devuelve, eso sí, la elegancia a esa hoguera de las vanidades dirigiendo una orquesta en proyección ascendente. Y por lo que respecta al coro, resuelve dignamente los problemas producidos por una escenografía compartimentada que separa a sus miembros e impide escucharse los unos a los otros. 


Maricel Chavarría
La Vanguardia

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