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CRÍTICA

Un bello naufragio

23/1/2020 |

 

Programa: Simon Rattle i la London Symphony Orchestra

Lloc i dia: Palau de la Música Catalana

Palau 100. Beethoven: Sinfonía nº 7 y Cristo en el Monte de los Olivos. Elsa Dreisig, soprano. Pavol Breslik, tenor. David Soar, bajo. Orfeó Català. London Symphony Orchestra. Simon Rattle, director musical.

Riadas de gente, pese a la borrasca, se acercaron al Palau de la Música Catalana para recibir grandes nombres en una noche señalada. Los que figuran en el encabezado de este texto, coronados por el nombre de Beethoven que seguirá dando tanto rendimiento durante el año.

La London leyó esta Séptima desde una visión plástica y envolvente, muy extrovertida. Irreprochable en lo técnico y discutible en lo estético-conceptual, si nos atenemos a cierta tradición interpretativa que tanto preocupa a concienzudos críticos, de acuerdo, pero que cabe recordar. Aún así, si una partitura permite discutirla es esta, que tanto desconcierto provocó en su época. Un sentido muy personal en matices de agógica y dinámica, dejaban al descubierto algunos relieves sorprendentes en el entramado sinfónico. Simon Rattle trabajó como si aplicara un filtro sobre la partitura, aclarando ciertas zonas que suelen permanecer en la sombra, empeñándose en subrayar las voces intermedias. Se pagó, eso sí, el precio de limar excesivamente contrastes esenciales en la obra sinfónica del compositor alemán. Un Vivace desbordante de júbilo y virtuosismo que permitió calibrar el magnífico estado de forma de la orquesta, fue suficiente para ponerse la sala en el bolsillo. El segundo movimiento -el menos convincente en esta recreación- fue leído desde unos tempi más que vertiginosos, con más fachada que profundidad, y al borde de la precipitación en el presto que le sigue, abundando en esa misma línea de deshacer contrastes y tensiones. La respuesta técnica de la orquesta está a la altura de pocas: de hacerlo con otra, el discurrir sinfónico se hubiera deshilachado como una pelota de lana rodando por las escaleras.

Más indiscutible fue la segunda parte. Dividido en siete números, el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos pertenece a ese conjunto de obras que suelen quedar a la sombra en la producción de grandes compositores, por lo que exige y por el capricho absurdo de las programaciones. Precisamente, si en algo tendría que basarse este año de homenaje, es en recuperar obra poco escuchada y no en volver a la enésima lectura de la Novena, que además resulta pretencioso. Encontramos aquí un Beethoven en el epicentro de la célebre crisis de Heiligenstadt, en el contexto de la Heroica y en los prolegómenos de un episodio creativo que desembocará en Fidelio.

Aunque no sea con la obra del compositor de Bonn con la que haya destacado especialmente -incluida esa integral de las sinfonías que grabó con la Wiener hace década y media y donde resulta difícil encontrar una unidad de criterio-, Rattle llegó al Palau con voluntad de reivindicar este oratorio. Y vaya si lo hizo. El director británico sintoniza con el espíritu de esta partitura, con su carácter teatral y narrativo, que sigue el sacrificio y el ascenso del Cristo como si este fuera un personaje heroico, operístico, sobre los fragmentos evangélicos de la oración en el huerto y el arresto de Jesús. El enfoque del texto pertenece a Franz Xaver Huber y está centrado especialmente en Jesús (tenor), aunque incluye también al Serafín (soprano) y a un solemne Pedro (bajo).

En el apartado orquestal, rotunda una London ágil y moldeada al dictado de la batuta, que gestionó magistralmente los planos y dio relieve a una cuerda grave muy consistente y precisa. Toda la fuerza dramática que se echó en falta en el Allegretto de la Séptima se volcó con creces en el oratorio. En este aspecto, fueron soberbias las intervenciones de los solistas: tal es el caso de flautas, fagots a dúo en la introducción o el solo de violonchelo al final del tercer número. Del mismo modo, grandes prestaciones las del trío de solistas vocales en una obra muy exigente. La soprano Elsa Dreisig está dotada de un bello timbre, y fascinó siempre por su agilidad, lirismo y dulzura. El instrumento cálido y poderoso de Pavol Breslik hizo suyo este Jesús tan particular -para el que la partitura fuerza la tesitura y las posibilidades vocales- y David Soar cumplió aplicando impecable dicción y expresividad.

El coro tiene en esta partitura un peso esencial hasta el final, cuando un coro de ángeles culmina el oratorio en un estallido exultante (Welten singen Dank und Ehre...). Bajo el gesto resuelto de Rattle, el Orfeó Català disfrutó e hizo disfrutar, sonando matizado, con el entusiasmo necesario y una meritoria afinación. Aunque con margen de mejora en cuanto a la dicción, sus intervenciones desde una contundente entrada junto a la soprano, estuvieron caracterizadas por un gran ajuste y abundancia sonora, especialmente en tenores y bajos.

En suma, un naufragio repleto de belleza, porque proponerse recrear la obra beethoveniana es fracasar una y otra vez -como reconoce tanto Rattle como cualquier director con un mínimo bagaje-, pero es en esa búsqueda sin éxito donde se cifra el interés artístico.

Sólo queda lamentar que se perdiera la oportunidad de rodear a Beethoven de otros compositores, hacerlo dialogar con otras músicas, para que siga respirando vital y poderoso, que es la mejor manera de homenajearlo: dos días antes, en el Barbican Hall, el director decidió acompañarlo de Alban Berg con su Concierto para violín estrenado precisamente en Barcelona. Sí, señor Rattle; aunque tengamos este aspecto, en esta ciudad al sur de esa Europa de la que se alejan sus compatriotas, también existimos muchos a los que nos gusta la música. Y no sólo nos gusta sino que, fíjese, también nos interesa. Y estamos cansados de escuchar una y otra vez lo(s) mismo(s). Con esa divisa, ¡que sea hasta muy pronto maestro! 


Diego A. Civilotti
Platea Magazine

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