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Jaume Tribó, el susurrador de los cantantes, lo cuenta todo

26/3/2019 |

 

Una figura clave, maestro apuntador del Liceu desde 1975

Lleva una corbata muy musical, regalo de alguno de los innumerables cantantes a los que ha asistido desde su escondite a lo largo de cuatro décadas. Porque si de algo puede vanagloriarse Jaume Tribó, maestro apuntador del Liceu desde 1975 –el único que ejerce en la península Ibérica–, es de la amistad que le une a los grandes divos. Les ha recordado el texto del libreto, fijado el tempo, definido la dicción y asegurado el flujo de la obra.

Pavarotti le prometió que iría a su boda (al final no pudo ser); Plácido Domingo le llamó para inaugurar el renovado Teatro Real de Madrid, con Divinas palabras de García Abril, y Montserrat Caballé lo reclamó de todas partes. Desde Niza le llamó un día: “Coge un taxi, tengo función de esta noche”.

 

“De los grandes todos sabemos las virtudes. Yo no voy a decir que sepa los defectos pero sí que les he tratado más de cerca. He escogido una profesión que consiste en ayudar. A mí me satisface”, declara Tribó en el transcurso de una comida coloquio que le dedica el Cercle del Liceu. “Soy amigo tanto de los divos como de los coristas”, añade.

La suya promete ser una charla amena e hilarante, pues explica sus experiencias con artistas –Rolando Villazón le gastaba bromas, como anunciarle que tenía que ir al baño justo cuando debía salir a cantar Una furtiva lágrima– y además repasa los anales del Liceu, con anécdotas, accidentes, nacimientos, fallecimientos y perros que caen del 4.º piso durante la representación. Eso en el siglo XIX.

¿Cómo se convierte uno en apuntador del Liceu?, le preguntamos.

Fue en época del empresario Joan Antoni Pàmias. Se estrenaba una ópera en catalán del compositor de sardanas Jaume Ventura Tort. Y Tribó debió hacerlo bien porque lo siguiente fueron títulos en alemán, polaco, húngaro, ruso, checo... e italiano, claro, hasta hubo una ópera con acento veneciano.

Su técnica italiana , esto es, decir las frases al ritmo de la música, la aprendió de Joan Dornemann, discípula a su vez de Vasco Naldini, “el Toscanini de los apuntadores, pues estaba en la Scala en tiempos de Callas, Tebaldi, Del Monaco, Di Stefano, Corelli, Bastianini –enumera–. Era un señor de vida escondida que hizo fama al exigir Callas que viajara a Dallas para una Medea, en 1957”.

Hoy, la figura del apuntador de ópera cae en desuso en algunos teatros, aunque el Metropolitan de Nueva York tiene siete. “Yo en cambio estoy solo”, dice Tribó. La concha de zinc que tenía el Liceu, cuyo material proyectaba tan bien la voz, ya desapareció. Ahora el escondite se asimila a veces en la escenografía.

En checo, ruso o húngaro, no sé dar los buenos días pero sé decir ‘muerte’, ‘sangre’, ‘crimen’, ‘puñal’”

“Se puede esconder de muchas formas mi lugar; en la próxima Gioconda hay una tumba o una piedra, o una estatua. No soy ni muy gordo ni muy alto, quepo en muchos sitios. Y además ahora mi asiento es como de aviador. Y si no, me sitúan a un lado del escenario, cosa que no sirve de mucho porque los artistas no cantan de perfil”.

Cuando en otros tiempos, la temporada de ópera del Liceu comenzaba en noviembre y acababa en enero –y en febrero arrancaba el ballet–, Tribó era reclamado por otros teatros: hacía la temporada de Valencia, la de Zaragoza, le pedían en Bilbao, Oviedo... Incluso al impecable Alfredo Kraus ayudó en el primer ensayo de Rigoletto: “La donna è mobile” y “È sempre misero” son las entradas que tararea.

“Lo más lejos que he ido ha sido a Cincinnati, para una versión íntegra de Don Carlo –comenta–. Me llamaban los directores de orquesta que antes habían sido pianistas repetidores en el Liceu. Pappano me llamaba de La Monnaie de Bruselas o de Mannheim. Comparado con aquello, mi actual horario de ensayos, de 11 a 2 y de 4 a 8, es como ir al Banco de Bilbao”, bromea.

Pero la memoria de Tribó va más allá de los 44 años que ha trabajado en el teatro de la Rambla: en el 2005 publicó los primeros anales que van de 1847 a 1897, el primer medio siglo de vida.“A mí me interesa el pasado del Liceu. Es la cosa que más quiero”, dice. “Y me alarmó que gente de EE.UU. me preguntara si Caruso había cantado en el Liceu. ‘Me parece que sí’, decía. ‘¿Y cuándo?’ ‘Creo que a principios del siglo XX’. ‘¿Qué cantó y con quién?’ ‘Pues no lo sé’”.

Respuestas indignas de un hombre que siendo un niño, y sentado en las butacas del quinto piso, sentía desasosiego cuando veía que un cantante se saltaba una frase. Le sucedió a la soprano turca Leyla Gencer en su primera Norma. “Sí, yo me sabía el texto de la Norma”, afirma entre resignado y divertido. Ya quería ser apuntador.

¿Y cuándo fue que Caruso cantó?

“Voy a parecer pedante, pero lo sé: fueron dos días, 20 y 25 de febrero del 1904. Y cantó aquí y no cantó en el Real a pesar de que allí le pagaban mejor”.

Tribó es un archivo viviente. Ha pasado años en la Biblioteca de Catalunya leyendo el Diario de Barcelona para documentar esos anales. Y ahora quiere sacar los de 1897-1947. “En el Liceu cada día pasaban cosas. ¿Quieren que saque la lista?”

Y así es como Tribó hace las delicias de los comensales que han acudido a este ágape organizado por los socios del Cercle con la intención de conocer y reconocer “esta actividad casi imperceptible de rumores y susurros, pero de capital importancia”, como apunta el vicepresidente del club, Pepe García Reyes, al introducir al maestro.

“Los primeros 40 años se hacía un programa mixto con teatro de prosa, tenorios, rondeñas y un ‘divertido sainete’. Con títulos como Fabio el novicio, La monja sangrienta, El bandido incógnito en las ruinas de los templarios... o Los funestos efectos de los odios demasiado inveterados en el seno de las familias”.

Y señala que sorprende que ni por tradición oral haya llegado que hubiesen caídos dos perros del cuarto piso. Pues en el Liceu entraban perros acompañados de sus dueños, incluso gatos.

“Hay el caso de un enorme perrazo que cae desde el 4.º piso al anfiteatro y muere de la caída. Y se abre una investigación del ayuntamiento que nos confirma que ‘cayó solo, que no hubo intencionalidad criminal’ (risas). El pobre cayó de la emoción que le causó el acto segundo de Guillermo Tell”.

Que entraban y salían perros del teatro lo supo Tribó porque en una inauguración se puso fin a esa práctica: “Prohibida la entrada de perros, ni siquiera acompañados de sus dueños”, rezaba la norma. “Se prohíbe tararear aquellas melodías que hayan sido memorizadas” y “llevar el compás con los abanicos”.

Las risas en el comedor del Cercle van in crescendo. Más aún cuando Tribó cuenta el episodio del gato que cae del 5.º piso sobre la barandilla de la orquesta, rebota contra una butaca vacía y sale maullando. O el suceso de una mujer de Cádiz que dio a luz en el Liceu y decidió ponerle Eliceo a la criatura.

“Hoy no pasan cosas tan divertidas, aunque yo me he reído mucho... Una vez me tuve que esconder de la risa. Fue en un Trovador con la soprano Ángeles Gulín en el que salía el tenor corriendo. El hombre tropezó, se colgó del collar de ella... y yo recogiendo las bolitas que me iban llegando”. Y asoman lágrimas en los ojos. 

Maricel Chavarría
La Vanguardia

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