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Estándares en el uso y abuso de las mujeres

27/2/2020 |

 

se estilaba la galantería. Propasarse en el flirteo no era tan grave. Los estándares de conducta sexual con las mujeres eran otros. Antes ellas no lo vivían como una agresión. Nos hemos ido al otro extremo: ahora no puedes ni acercarte. Ha habido un cambio de época...

Podría editarse un diccionario de frases hechas a cuenta de las más recientes denuncias del #MeToo. Pero no hace falta ser un lince para percibir que este cambio de época no lo marca la mayor o menor permisividad de las mujeres sino sus probabilidades de enmendar lo que para ellas siempre ha sido una injusticia. Siempre.

Que haya hombres de otra época que ahora caen en la cuenta y buscan la complicidad de otros hombres –que deportivamente caigan en la cuenta con ellos para comprometerse a hacer de este un mundo mejor– no hace sino ahondar en una de las sórdidas realidades del patriarcado. Y es que el sexo se ha asumido –aún hoy– como una apetencia eminen­temente masculina, como una autopista por la que ellos manejan mientras ellas (y eso es extrapolable a relaciones homosexuales) se ponen de frente o perfil para hacerles la vida agradable y contribuir a su desfogue.

Lo llaman cambio de época como podrían llamarlo alteración de la señalización de tráfico. Han cometido infracciones y atropellos, sí..., pero, señor guardia, mire usted, es que antes ese stop no estaba, cómo quiere que lo tuviera en cuenta y pague una multa de cuando ni siquiera existía... ¿No era la bicicleta la que debería haberse desviado por la acequia?

La autopista sería, por ejemplo, el mundo de las artes escénicas, terreno antaño vetado a las mujeres de bien: si una se metía era que le iba la marcha. Y lo mismo valdría hoy para el mundo judicial, en el que, hasta que irrumpió el movimiento #MeToo, quien denunciaba abusos sin haberse dejado uñas y dientes sólo podía aspirar al apelativo de pelandusca.

La idea, en fin, es que los árboles no nos impidan ver el bosque. El problema no es, como dicen algunas voces, que tanta corrección política está acabando con la espontaneidad en las relaciones laborales y creativas. El problema es que esa espontaneidad depende de que la generación de la autopista sin stop –y algunos de sus vástagos– haga un cursillo para detectar la diferencia entre el flirteo consensuado y el acorralamiento o ese abuso de poder que “nos la pone dura”. De nuevo, no hace falta ser un lince para saber si estás gustando o incomodando. Lo demás es el puro morbo de la cacería. O peor: creerse el rey del mambo. 

MARICEL CHAVARRÍA
La Vanguardia

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