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Malditas preguntas y benditas respuestas

20/7/2020 |

 

Richard Taruskin, musicólogo tan admirado como temido, publica un nuevo libro en el que recupera temas como la autonomía estética, la censura y la sociología del gusto

Un brillante musicólogo húngaro, Pál Láng, que decidió rebautizarse como Paul Henry Lang tras emigrar muy joven a Estados Unidos, publicó en 1941 un largo ensayo titulado La música en la civilización occidental que, aún hoy, sigue reeditándose. Richard Taruskin nació cuatro años después en Nueva York, pocos meses antes del final de la Segunda Guerra Mundial, y los caminos de ambos se cruzarían en la Columbia University, uno como profesor y el otro como alumno. El mayor homenaje de Taruskin a quien ha calificado de “un apóstol de la historia de las ideas en una época de positivismo”, la mejor manera de corresponder a “los muchos regalos recibidos de mi viejo maestro”, llegaría muchos años después, con la publicación, en 2005, de los seis volúmenes que integran su propia Historia de la música occidental, un macroensayo de más de 4.000 páginas publicado por Oxford University Press en el que es difícil encontrar una sola frase convencional, inerte o prescindible. Ambos son ensayos de autor, no historias al uso, escritos por una única y poderosa mente rectora con el noble afán de poner a la música, a su largo decurso histórico, al mismo nivel de la literatura o las artes plásticas, al tiempo que entretejida con ellas y con los contextos sociales e ideológicos que la vieron nacer.

Lang tuvo el honor de suceder al gran Virgil Thomson como crítico musical del New York Herald Tribune (el periódico que vendía Jean Seberg en À bout de souffle), fue uno de los padres fundadores de la Sociedad Estadounidense de Musicología y su muerte, a los 90 años, dejó inconcluso un libro sobre la práctica interpretativa de la música antigua, un tema que le interesaba sobremanera, ya que recelaba, a menudo mordazmente, de lo que luego vendría en llamarse la interpretación históricamente informada. Taruskin acaba de cumplir tres cuartos de siglo de vida, ha escrito durante años para The New York Times y The New Republic, vive por y para la musicología, y en 1995 publicó Text & Act, cuyo título queda explicado a poco de comenzada su lectura: “La fuente de error es la confusión de un objeto físico (texto) con un acto (interpretación) y una idea (obra)” (página 39). El ensayo contenía una andanada tras otra contra las pretensiones de autenticidad del movimiento interpretativo historicista. Sirva un solo botón de muestra casi a modo de sentencia judicial de un musicólogo que es también violagambista y un reconocido experto en la polifonía del Renacimiento: “Mantengo que la interpretación ‘histórica’ no es hoy día realmente histórica; que un barniz engañoso de historicismo cubre un estilo interpretativo que pertenece por completo a nuestra época y que es, de hecho, el estilo más moderno que pueda encontrarse; y que el soporte histórico ha ganado su amplia aceptación y, sobre todo, su viabilidad comercial precisamente gracias a su novedad, no a su antigüedad” (página 102).

Lang podía ser un “cascarrabias” (como lo calificó The New York Times en el obituario que publicó tras su muerte en 1991) con sus discrepantes, pero Taruskin es un polemista feroz, cáustico, implacable. Ninguna música, sea del siglo que sea, le es ajena y jamás ha rehuido el combate cuerpo a cuerpo (o, mejor, mente a mente) con la legión de adversarios a los que se ha enfrentado sin más armas que un ingenio ácido y casi siempre certero. Lo habitual es que sus razonamientos se dilaten durante páginas y páginas, pero a veces dispara dardos finísimos con tan solo un par de palabras: “el Generalísimo Boulez”, o Glenn Gould retratado como un “arrogante Alberico” objeto de adulación modernista. No se han librado de sus invectivas ni sus colegas ni los compositores a los que admira: de Nicholas Cook (coeditor de una Historia de la música del siglo xx publicada por Cambridge University Press) afirmó que sus “racionalizaciones son tan transparentemente insinceras que casi puede verse cómo su rostro se ruboriza mientras las formula”; a propósito del antisemitismo de Igor Stravinsky, cuyo primer período creativo Taruskin ha analizado con avasalladora erudición a lo largo de más de millar y medio de páginas, y en medio de un intercambio de golpes con Robert Craft, el amanuense y correveidile del compositor, se refirió a su “promiscua producción de música religiosa”. Los adjetivos de Taruskin llevan un detonador incorporado.

Un año de estudio en Moscú en los años setenta, siguiendo quizá la pista de sus ancestros, que nacieron en diferentes partes de lo que fuera otrora el imperio ruso (su familia paterna procede de Letonia y la materna de Ucrania, pero con distintos ramales repartidos por Lituania, Bielorrusia, Polonia y Moldavia) y se expresaban en yidis, puso la semilla de un larguísimo interés por la música rusa y soviética, plasmado en multitud de ensayos (recopilados en tres libros, Defining Russia Musically, On Russian Music y Russian Music at Home and Abroad) y una monografía sobre Modest Músorgski. Su última colaboración para The New York Times, en agosto de 2016,fue una reseña de El ruido del tiempo, la novela de Julian Barnes, en la que planteaba reservas similares a las apuntadas en la crítica publicada tres meses antes en Babelia. Taruskin ha batallado incansablemente para limpiar la imagen de Dmitri Shostakóvich de cómodas e incómodas adherencias, cuando no de flagrantes mentiras. Por eso su veredicto sobre el proceder de Barnes, que se decantó por las fuentes equivocadas y falaces, fue lapidario: “Quiere la libertad del novelista y, también, la autoridad del historiador. Pero, al intentar conseguir ambas, se queda sin ninguna”.

Profesor primero en la Columbia University, junto a Paul Henry Lang, y catedrático luego –ahora emérito– de la Universidad de California en Berkeley, Richard Taruskin ha contestado a las preguntas de EL PAÍS desde su casa de El Cerrito. Su último libro, recién publicado, lleva por título Cursed Questions (Malditas preguntas), una expresión rusa que tiene su origen en un breve poema de Heinrich Heine traducido por Mijaíl Mijáilov. Desde mediados del siglo XIX hace referencia, en palabras de Taruskin, a todos esos “incesantes imponderables, ya sean sociales, políticos, estéticos o escatológicos” que, y aquí cita a Mijaíl Epstein, “desconciertan la mente y atormentan el corazón”. Su anterior libro, otra recopilación de artículos y ensayos de procedencias diversas, se titulaba The Danger of Music (El peligro de la música). La música, fuente de entretenimiento y placer para la mayoría de la gente, para Taruskin puede ser, en cambio, “peligrosa” y suscitar preguntas “ineluctables, esenciales, adictivas”. Así es como lo explica: “Sólo desde finales del siglo XVIII se ha pensado en la música del modo que usted atribuye a la ‘mayoría de la gente’. El peligro de la música es una idea mucho más antigua. No hago más que tomarme en serio lo que dijo Platón sobre la música (¡no es que yo quiera prohibirla!) y un buen número de filósofos y músicos después de él. Mi próximo libro (aún sin título) contiene el texto de una conferencia que di hace unos años en la que volvía sobre esta cuestión (la titulé Los muchos peligros de la música) y ofrecía numerosos ejemplos: Handel, Bach, Beethoven, Wagner, Shostakóvich, John Adams, etc. La música puede ser muy entretenida, y a todos nos encanta por eso, pero también puede ejercer una influencia en nuestro pensamiento y nuestra conducta. La música es una fuerza poderosa, y lo que es poderoso puede ser peligroso. En esa conferencia intentaba explicar cómo y por qué, valiéndome de un maravilloso ensayo de Johann Gottfried Herder titulado Calígona como mi texto de partida. Tiene mucho que ver con metáforas del movimiento”.

Charles Rosen se refirió a la Historia de la música occidental de Taruskin como “entretenida, provocadora y gigantesca”, tres adjetivos que no parecen incomodarle: “Intento ser realmente entretenido y provocador. ¿Cómo puedes esperar si no que la gente lea lo que has escrito? Gigantesca es lo que acabó siendo, me temo (lo que hizo que resultara más importante si cabe ser entretenido y provocador). El motivo es que intentaba tenerlo todo: quería describir la literatura y el repertorio existentes del modo en que lo hace un estudio de conjunto, pero también explicar cómo las cosas acabaron siendo como fueron. Por eso hay mucho análisis, además de la narración”.

Ninguna otra historia de la música se asemeja a la suya. ¿Por qué? “Lo expliqué en gran detalle en mi Introducción (que ahora figura también como el primer capítulo de Cursed Questions) y recibí ataques de todas partes. Pero se trata en esencia de lo que acabo de decir: buscaba ofrecer verdaderas explicaciones, además de descripciones. Este tipo de cosas son siempre susceptibles, por supuesto, de ser reconsideradas, revisadas o corregidas. Pero, aunque seamos falibles, intentarlo es algo que debemos a nuestros lectores. Eso es lo que a muchos les ha parecido provocador, especialmente en los dos últimos volúmenes, que se ocupan de la música del siglo XX, gran parte de la cual sigue siendo objeto de polémica y debate”. Oxford University Press ha convertido su Historia en una página web accesible por suscripción (“nunca he entrado”, confiesa Taruskin) y, mientras que muchos de sus textos incluidos en The Danger of Music (y tan solo uno de Cursed Questions, que glosa su enésimo encontronazo con el “batallador” Charles Rosen) tienen un post scriptum que los actualiza, no parece que la ya adolescente Historia vaya a correr idéntica suerte: “Puede que esté pidiéndolo, pero yo ya he dejado de escuchar”. El caso de los textos ensayísticos es diferente, “porque habían pasado a tener ‘otra vida’, un ‘más allá’ después de publicados, es decir, una recepción que (así lo pensaba) les añadía nuevos significados”.

Si los títulos de sus dos últimos libros son reveladores, no lo son menos sus subtítulos: ...y otros ensayos antiutópicos y Sobre la música y sus prácticas sociales, respectivamente. En The Danger of Music habla de “utópicos, puritanos y totalitarios” que “siempre han pretendido regular la música, si es que no prohibirla abiertamente”. Taruskin explica que “utópico y totalitario son dos palabras que, en lo que a mí respecta, significan lo mismo. Esta es la respuesta (demasiado) corta. La respuesta larga es la Introducción del libro”, que –nadie se sorprenderá de ello a estas alturas– lleva por título “Contra la utopía”.

Desde la publicación del citado Text & Act, el nombre de Richard Taruskin aparece necesariamente en cualesquiera conversaciones o textos sobre la validez o la vigencia de los postulados interpretativos historicistas. Lo cierto es que aquellas versiones que inspiraron sus reflexiones hace cuatro o cinco décadas suenan muy diferentes de las actuales, lo que parece apoyar su tesis de que no estamos más que ante una invención posmoderna en permanente evolución a fin de adaptarse a los gustos actuales: “Las cosas han mejorado extraordinariamente desde los años ochenta, cuando empecé a escribir sobre práctica interpretativa, principalmente porque los intérpretes actuales se escuchan y emulan unos a otros en vez de simplemente aplicar (mal) lecciones aprendidas en los libros. El movimiento cuenta ahora con su propia tradición”. A la pregunta de si las interpretaciones actuales sonarán también trasnochadas dentro de unos años, contesta sin dudarlo: “Así lo espero, desde luego. La alternativa a la evolución es la muerte”.

Durante los últimos meses, con confinamientos generalizados en medio mundo, se ha debatido mucho el tema de la necesidad de la música clásica (léase de la cultura en general), un tema abordado en libros de filósofos como Lawrence Kramer o Julian Johnson, ambos reseñados por el propio Taruskin en La mística musical. Una defensa de la música clásica frente a sus adeptos, uno de los textos incluidos en The Danger of Music y publicado originalmente en The New Republic. Pero esta vez se ha producido un cambio crucial, ya que han sido los propios músicos, los intérpretes, no los filósofos (o los “adeptos”, un término que Taruskin toma prestado de Theodor Adorno) quienes han tomado la palabra, acuñando lemas como “la música es más fuerte que el distanciamiento” o “es ahora cuando necesitamos la música más que nunca”. Y también aquí reflexiona a contracorriente: “Siento una enorme simpatía por los intérpretes que no pueden interpretar. Siempre me he opuesto a la idea de que el arte es una necesidad. Eso es fetichismo. Hay muchísimas cosas que son más necesarias que el arte. (Como afirmó una vez Joseph Brodsky, poniendo fin a una discusión con el inefable George Steiner, que estaba defendiendo que la democracia era mala para el arte porque todas las grandes obras maestras habían sido creadas para tiranos, “Sí, pero, ¿no es la libertad la mayor obra maestra?”) Pero eso no quiere decir que no sintamos un gran deseo de ella y que constituya una enorme mejora para nuestras vidas, o que quienes hemos dedicado nuestras vidas a ella estemos equivocados. Lo único que quiero es mantener separadas las cuestiones éticas y estéticas. Confundirlas es hacerle al arte un muy flaco favor”.

Y preguntado sobre si algo cambiará en “la música y sus prácticas sociales” cuando la pandemia haya terminado, contesta también categóricamente: “Nada, nunca, permanece inmutable. Todo está cambiando constantemente. El gran pecado historiográfico consiste en confundir evolución (el cambio inevitable con el paso del tiempo) con progreso, que implica un objetivo, una meta. Los lemas y las grandes palabras se los lleva el viento. Los artistas, como el resto de nosotros, están pasándolo mal. Necesitan apoyo. No necesito que me convenzan de ello con hipérboles”.

A Taruskin le interesan, de hecho, los intérpretes y las interpretaciones. Recientemente ha escrito sobre cómo Serguéi Rajmáninov toca al piano sus propias Danzas sinfónicas o sobre las grabaciones de Wilhelm Furtwängler realizadas en plena guerra mundial: “Las grabaciones son una fuente de información maravillosa, pero todas las fuentes tienen que tratarse escépticamente. El escepticismo suele malinterpretarse. No significa incredulidad. Significa que nuestras creencias dependen de la evidencia y de una correcta inferencia, y que lo que llamamos conocimiento es siempre provisional y está sujeto a revisión y refutación”. Y sobre las interpretaciones de uno de sus compositores de cabecera, Igor Stravinsky, se expresa también sin ambages: “Eran siempre interesantes, y lo que es más interesante es cuánto diferían unas de otras (esto es, qué poco respaldaban sus intransigentes pretensiones). Las interpretaciones de todos los compositores son interesantes, pero los compositores-intérpretes no son oráculos, sino solo testigos”. Su propia condición de intérprete en activo en varios momentos de su vida ha influido “decisivamente” en las reflexiones sobre sus colegas, porque le han aportado “la experiencia práctica para complementar el aprendizaje teórico e histórico”.

A pesar de haber conocido la música soviética de primera mano, piensa que la “edad dorada de la música rusa fue el siglo XIX (no sólo en Rusia sino, en general, para todo aquello que llamamos música clásica): fue el siglo en el que se concedió a la música la mayor importancia”. Y cuando se le recuerda el uso que hizo el inicuo Vladímir Putin de la Orquesta del Teatro Mariinski, dirigida por su amigo, el ubicuo Valeri Guérguiev, haciéndoles tocar en 2016 entre las ruinas de la recién reconquistada Palmira, Taruskin no necesita muchas palabras para comentarlo: “Me quedé horrorizado”.

Cursed Questions está dedicado a Joseph Kerman, otro de los padres fundadores de la musicología estadounidense, a pesar de que, en la introducción del libro, Taruskin desface algún entuerto sobre la deuda contraída por su influyente Contemplating Music. Challenges to Musicology con un artículo de Edward Lippman 20 años anterior, What Should Musicology Be? A la pregunta de si los musicólogos estadounidenses se hallan más cerca de la realidad o de sus potenciales lectores que sus homólogos europeos responde de nuevo con claridad: “Las prescripciones o las predicciones no son lo mío (ni tampoco establecer este tipo de generalizaciones). Joe Kerman y yo fuimos íntimos amigos (o tan íntimos amigos como se puede ser cuando nos separaban 21 años), pero él y yo raramente estábamos de acuerdo. Nos encantaba discutir”.

Taruskin no rehúye las preguntas no musicales. Ha escrito a menudo sobre nacionalismo y música, siempre de manera luminosa: “El nacionalismo no debería equipararse a la posesión o el despliegue de características nacionales diferenciadoras, o no, en cualquier caso, hasta que se planteen ciertas preguntas y se respondan al menos de forma provisional. Las más importantes son: primero, ¿quién establece la diferenciación? Y, segundo, ¿con qué fin?”, leemos en la entrada correspondiente de la última edición de The New Grove Dictionary of Music and Musicians. Ahora ha vuelto el nacionalismo con su rostro más feroz con Trump, Putin, Bolsonaro, Johnson, Órban, Duda e tutti quanti, y Taruskin reflexiona en voz alta sobre el porqué: “Porque siempre está ahí, junto con su primo el racismo, y es siempre explotable cuando los políticos necesitan distraer a sus ciudadanos de los problemas que está causando su codicia. El orden mundial posterior a 1945 lo escondió durante un tiempo tras los tratados internacionales en el Oeste y la fachada internacionalista del comunismo en el Este, pero en cuanto cayó este último, Yugoslavia entró en erupción y, bueno, ya recordamos lo que pasó. Ahora que estoy jubilado y a salvo en los aún relativamente liberales Estados Unidos estoy más allá de las vicisitudes políticas (veremos cómo le van las cosas en noviembre: siempre hay esperanza, y con ella viene la superstición), pero me pidieron que actuara en solidaridad con mis colegas húngaros, que me nombraron miembro de su Academia de Ciencias en 2016 y que se han visto amenazados repetidamente desde entonces por Órban. A petición suya, escribí una carta a László Lovász, el nuevo presidente de la Academia, un hombre al que había conocido personalmente, que ha tenido una gran difusión, tanto en inglés como en una traducción húngara, en las redes sociales. Confío en que esta carta, y otras que han solicitado a sus contactos internacionales, hayan servido para algo, sobre todo para que, como escribía en ella, ‘no se vea cercenada su libertad de investigación por parte de políticos miopes’”.

Su vida reciente también se ha visto afectada, claro, por la Covid–19: “Pero me siento afortunado. En mi vida los tiempos han encajado muy bien. Vivo solo, pero doy frecuentes paseos con amigos con mascarillas y trabajo en mis pequeños textos, como he hecho siempre. Mi principal pesar es no poder ver a mi nieto de tres años, que vive a tan solo tres manzanas, pero que podría estar igualmente en la luna”. Sobre la ola de protestas provocada por la trágica muerte de George Floyd y sobre si podría ejercer de motor de futuros cambios, piensa que “la reacción parece inmensa, pero nuestro gobierno actual está plantándole cara. No tengo grandes esperanzas”. Viviendo en una localidad llamada El Cerrito y en un estado, California, con una fortísima presencia latina, se refiere asimismo al racismo hacia esta otra comunidad: “No puedo hablar de experiencias personales, y de nuevo bendigo mi suerte, porque soy miembro de una comunidad que disfruta ahora de los privilegios de la raza blanca, pero si hubiera nacido tan solo 50 años antes, me habría encontrado con prejuicios. Reconozco la existencia de un racismo sistémico, pero únicamente porque soy tremendamente consciente de las ausencias en las instituciones educativas”.

Malditas preguntas y benditas respuestas
Para acabar, volviendo a su doble faceta como académico y como firma habitual durante años en grandes medios de comunicación, admite que, en sus colaboraciones en prensa, se ha “sentido libre de ser controvertido y polémico. Hacer eso en un libro académico supondría traspasar la barrera para adentrarse en el terreno de la propaganda. Muchos creen que se trata de una distinción imposible, pero creo que es demasiado fácil despachar las tareas difíciles como imposibles. Quienes lo hacen están buscando una coartada”. Cursed Questions recupera varios de sus temas predilectos, como la autonomía estética, la música antigua, el modernismo musical estadounidense, la censura, la pseudohistoria, la ontología y la representación musicales, la sociología del gusto o, por supuesto, la propia musicología, su pasión inveterada y contagiosa desde hace décadas.

Acusado por sus rivales de pontificar, de recrearse en la autocomplacencia, de insidioso, de ser “más proclive a los juicios morales que el Dr. Johnson” (Robert Craft), de “tener la costumbre de repetirse” (Kofi Agawu), de valerse de “malentendidos, distorsiones y falsas atribuciones como principales recursos de su bolsa retórica de trucos” (Allen Forte), de ser un sosias de Stalin, pero también el “profeta del Antiguo Testamento de la musicología” (Michael Kimmelman), nadie podrá negarle, sin embargo, su deslumbrante talento como escritor, el inigualable alcance de su erudición, la capacidad que él mismo admiró en su maestro, Paul Henry Lang, para “abrir las compuertas” o la profunda huella que han dejado, y seguirán dejando, los escritos de este –mutatis mutandis– Noam Chomsky de la musicología. Nadie en su disciplina ha recibido, por ejemplo, el prestigioso Premio Kioto, que le fue concedido en 2017, siguiendo la estela de Olivier Messiaen, John Cage, Witold Lutosławski, György Ligeti o Pierre Boulez, algunos de los anteriores premiados. Aquí, tan solo la Fundación Juan March le encargó y tradujo recientemente un breve texto sobre Mavra, de Igor Stravinsky. Y es que, asombrosamente, ni uno solo de sus libros ha sido traducido aún a nuestro idioma. Tomen nota los editores. 

LUIS GAGO
El País

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