21/5/2005 |
Llega puntual la nueva dosis de Carles Santos, vitalista cual puro gin-sen, y de golpe se nos pasa la astenia. El de Vinarós ha vuelto a sus historias, a sus obsesiones, a su lenguaje, primitivo a ratos, intransferible siempre. Si en su penúltimo montaje (El compositor, la cantante, el cocinero y la pecadora) había roto su círculo de intimidades para adentrarse en la música de Rossini, ahora, como ya hiciera en La pantera imperial o en Ricardo y Elena, regresa a la introspección más descarnada, al prelenguaje de los sentidos. Pura ópera, sin otros aditamentos. Santos se despoja de imágenes proyectadas y de decorados pesados utilizados en anteriores propuestas para dejar pelados en escena a cantantes y músicos. Músicos de viento, por supuesto: no sólo por deber identitario con una valencianidad insobornable, sino por motivos de estricta teatralidad: aparte de su fuerza escenográfica y sensual, un fagot, una trompa o una tuba pueden moverse mientras suenan (no así un violonchelo, como ya vino a demostrar Woody Allen en un hilarante gag). Y en el otro plato están las voces: a veces en lucha con los instrumentos, otras dejándose mecer líricamente por ellos, otras aún desmarcándose del canto para alcanzar las regiones del grito, el eructo o el suspiro. Santos vuelve a la sensualidad de la palabra declamada que llena la sala. Las cuatro madres de la misma criatura, a su vez desdoblada en otros cuatro personajes, se llaman, respectivamente, Chochania, Chochonia, Chichonia y Chichinia. En su primera aparición conducen unos coches de juguete teledirigidos. Queda confiado a la capacidad adivinatoria del lector dónde llevan colocados las cantantes los mandos a distancia para accionar los bólidos...
Agustí Fancelli
El País