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Muere Carlo Maria Giulini, el gran caballero de la dirección de orquesta

16/6/2005 |

 

La última actuación en nuestro país fue en 1998, en un concierto en el que dirigió a la Jonde, pero hace cuatro años vino para recibir el premio Yehudi Menuhin.

Carlo Maria Giulini solía decir que se moriría sin entender jamás el misterio que se desprende de una batuta manejada delante de una orquesta: «El director es el único músico sin instrumento que hace nacer la música sin tocarla». Con su muerte el enigma se perpetúa. Porque hay otros muchos que le siguen en la profesión, pero son escogidos los que hacen bueno este arte. Quizá porque no han comprendido lo que él demostró: que ese momento es un acto de fe.

Hace tres días que Radio Clásica emitía la primera sinfonía de Brahms con Giulini al frente de la Jonde, en un concierto de 1998 que fue su última actuación en España. Sonaban sus ojos cerrados, el gesto trascendido y esa batuta que apresaba con el puño, amasando la belleza del sonido y la largura de la emoción. Giulini ha sido un sacerdote de la música, un místico y un poeta de mente lúcida que afirmaba revivir a diario la experiencia como último viola de la Orquesta Augusteo de Roma. Allí se forjó dirigido por los mejores (Erich Kleiber, Otto Klemperer, Bruno Walter...) y comprendió la raíz del oficio antes de estudiar con Antonio Guarnieri y Bernardino Molinari. Verá, entonces, el derrumbe de la única sala de conciertos de Roma, bajo la cual Mussolini buscó los balsámicos restos del emperador Augusto, y en 1944 se presentaba como director ante la Orquesta de la RAI, en un concierto con motivo de la liberación de capital italiana. Todavía interpreta a Salviucci, Dallapicola, Petrassi y Turchi, luego estrenará a Von Einem y Ladermann, pero ya se decanta por los grandes del XIX.

Más recuerdos. Algunos inevitablemente asociados a la ópera, a la que se acercó en 1948, antes de saltar con «La vida breve» a La Scala, donde sucedería a Victor de Sabata. En este caso «La Traviata» junto a Callas, en una grabación que revienta en ese «Amami, Alfredo!», gritado con un desgarro como jamás se ha escuchado. O el «Don Carlo» con Caballé y Domingo, aunque el primero tenga el valor del directo y no el de esas grabaciones que parecen «bellísimos muertos». Director permanente de la RAI de Milán, de la Sinfónica de Viena, de la Filarmónica de Los Ángeles, frecuentó España con la Philharmonia, la Orquesta de la Scala, y hasta dirigiendo a la vieja ONE. Estuvo, por última vez, en 2001, recogiendo el premio Menuhin de la Fundación Albéniz. No es nostalgia. Se echan de menos músicos como Giulini.

Alberto González Lapuente
Abc

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