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Concursos de piano. ¿Competición, virtuosismo, exhibición? ¿Son útiles?

15/7/2005 |

 

Todo está listo en Santander para el comienzo de la XV edición del Concurso Internacional de Piano Paloma O’Shea. Se concluye un proceso de selección que culminará en la victoria de uno de los participantes el 7 de agosto. Con este motivo, El Cultural analiza este tipo de eventos, entre los más famosos y controvertidos de la música.

La competición forma parte del paisaje general del arte de Euterpe desde siempre. En las Olimpiadas griegas ya existían varias formas de competición musical y lo mismo sucede en la Edad Media, sobre todo en la geografía germana. De hecho, no es nada casual el entusiasmo con el que, sin ir más lejos, se vive el festival de Eurovisión en los países bálticos, ya que batallar por un galardón después de cantar en público forma parte de la idiosincrasia de estas regiones, como muy bien trasladó, a su manera, Wagner en Los maestros cantores de Nuremberg.

Las batallas entre los virtuosos son inherentes al concepto circense que demanda la música y sus practicantes. Ahí están los enfrentamientos, en el terreno de la exhibición, de Haendel con Domenico Scarlatti en Roma o de Liszt con Thalberg. Y si ha habido un instrumento que se ha visto favorecido por este tipo de confrontaciones, éste ha sido el piano que, junto con el canto, dispone de más convocatorias que el violín, el cello o la guitarra. El “Chopin” de Varsovia, el “Chaikovski” de Moscú o el “Reina Elisabeth” de Bruselas, entre otros, ofrecían opciones muy codiciadas ya que servían como imprescindibles tarjetas de visita para las salas de conciertos.

Presión política
Y además estaba la baza política. Porque si se dieron bastantes casos nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial, los concursos se beneficiaron, lo mismo que las Olimpiadas, de la Guerra Fría, ya que ante el miedo nuclear, era una fórmula válida para que Oriente y Occidente contendieran de alguna manera, eso sí en un terreno que refrendara los resultados de la evolución de las civilizaciones de unos y otros. Por eso fueron un vehículo propagandístico de gran eficacia, y como tal muy mimados, para las dictaduras comunistas. La gran dama del piano actual, Bella Davidovich, ganadora del “Chopin” de Varsovia en 1949, comentaba que “antes de ir a Polonia, todos los candidatos fuimos recibidos en el Ministerio de Cultura. Allí se nos leyó un gran discurso sobre nuestro deber de ciudadanos soviéticos, que exigía el máximo esfuerzo posible para traer premios a nuestro país”, señalaba.

Intereses en el Chopin
Nadie puede negar que la presión política se mantuvo durante años, aunque con desigual fortuna. De hecho, ésa era la visión de Ivo Pogorelich, que en 1980 generó un gran escándalo también en el “Chopin” cuando algunos miembros del jurado censuraron sus versiones, y lo apartaron en las primeras eliminatorias. No es de extrañar que el artista croata declarara a este comentarista que “el concurso se desarrollaba en la órbita del poder cultural soviético de la era Breznev. Estaba preparado meses atrás para que el ganador tuviera un perfil determinado. Mi aparición fue un obstáculo para aquellos intereses, aunque no puedo negar que el escándalo diera un empujón a mi carrera. En aquel año, el público se levantó contra el jurado porque había aplicado una doble moral que iba contra la esencia del concurso”. Indirectamente, Pogorelich se sube al carro de los que señalaron que era demasiada casualidad que, después de lo que había supuesto Vietnam, pudiera obtener el primer premio alguien como Dang Thai Son, nacido en Hanoi.

Y es que, en esto de los concursos, los países del Telón del Acero y sus satélites prácticamente arrasaron durante décadas al preparar a los músicos con idéntica fiereza, e idénticas compensaciones, que a sus medallistas de halterofilia o natación. Por eso, no resulta extraño que los medios de comunicación, y sus mismos compatriotas, acogieron la victoria pírrica de Van Cliburn en el “Chaikovski” de Moscú, en 1958, como la respuesta norteamericana al lanzamiento del satélite Sputnik, puesto en el espacio apenas seis meses antes. La propaganda facilitó que entrara en la leyenda tras vender más de un millón de copias del Primer Concierto para piano del compositor que le llevó a la gloria. Menos impacto, aunque también considerable, tuvo la victoria en el “Chopin” de Garrick Ohlson, que en 1970, en plena Guerra Fría, se llevaba el primer premio en Varsovia lo que le llevaría a ser acogido como un héroe.

Pero en los ochenta, con la caída del Muro, la evolución del mercado musical en general y del piano en particular, las cosas han cambiado. La masificación de las enseñanzas artísticas y la globalización han hecho que centenares de intérpretes ingresen anualmente en el mercado de conciertos con la esperanza de labrarse una carrera como solistas. La democratización de los accesos a la cultura que han inspirado los cambios sociales, ha multiplicado los concursos internacionales, de tal modo que parecen haberse convertido en una carrera mundial de obstáculos, en la cual sólo los más osados, o afortunados, llegan al final. La analista Helen Epstein señalaba que “en los cincuenta, se tenía garantizada una reputación si ganaba en un solo concurso como el ‘Reina Elisabeth’ de Bruselas o el ‘Chaikovski’ de Moscú. Ahora hay tantas pruebas y participantes, que en unos años todo el mundo se ha olvidado”, afirmaba. Proliferan por todos los países y son tantas las instituciones que los auspician que es difícil ganar el hueco de los medios de comunicación.

Un buen escándalo
El español Joaquín Achúcarro, a menudo reclamado para formar parte de algunos de los más elitistas certámenes del mundo, comentaba a El Cultural que “hasta el momento eran horcas caudinas por las que casi no había más remedio que pasar. Ahora es mucho más eficaz provocar un buen escándalo. Quizá el problema es que han crecido como hongos. Sólo en Italia debe haber más los doscientos. No es demasiado especular que en el mundo y dentro de la categoría internacional, puedan ser más de mil”. Y lo mismo que la mayoría de los eventos internacionales, se ponen de moda por rachas y temporadas. El “Chaikovski” cayó en picado de la mano del Muro de Berlín y el creado por “Van Cliburn” en Fort Worth, Texas, nunca ha conseguido un artista que esté a idéntico nivel que su fundador. Otros como el “Geza Anda” o el de “Leeds” han tenido momentos gloriosos para caer en la grisura. La masificación se manifiesta en todos los aspectos. Así Bella Davidovich señalaba que, cuando volvió como jurado al “Chopin” en 1995, “había ¡123 participantes! Aquello era una casa de locos, con cuatro instrumentos diferentes. En mi tiempo había uno solo, y apenas teníamos tiempo de calentar los dedos. Pero eso no ha servido para que vaya a más”.

Los mismos artistas ven en los concursos los aspectos positivos y negativos. El chino Yundi Li, ganador de la última edición del Chopin de Varsovia, afirmaba a El Cultural que “no me gustan, pero son un medio muy útil porque te permiten una carrera diferente. Es un recurso, un camino. He transitado por concursos desde muy niño y sé lo que digo. He llegado a tocar bastante natural en ellos. Claro que te sientes muy nervioso porque tienes a unos jueces muy sabios escuchándote en todo, pero como no puedes estar pendiente de lo que le podría gustar a cada uno, me limité a pensar en la gente. Y hay un momento en que viendo tanta gente diferente que te aplaude, que le gusta cómo lo haces, te sientes muy bien”. Para Horacio Lavandera, ganador del Concurso Umberto Micheli de Milán, “los efectos de ser premiado en un concurso internacional, es decir, los contratos, los contactos que se generan, aceleran y facilitan la carrera”.

También los jurados son puestos en el punto de mira. “Claro que hay presiones” afirma Joaquín Achúcarro ante las preguntas de El Cultural, “pero en realidad lo más difícil es decidir si el concursante cuarenta ha tocado mejor los trinos que el nueve, o si el fraseo del dieciocho es más poético que el del cuatro. Cada uno tiene sus puntos fuertes y débiles y buscas el equilibrio. Desgraciadamente, siempre estás algo condicionado. Porque no eres un marciano que tiene la mente virgen. Si sabes que se presenta un coreano del que has oído mencionar que es bueno, siempre lo miras de otra manera, con cierta predisposición”.

Luis G. Iberni
El Cultural

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